Mi declaración de amor a Los Simuladores
- Renata Compagnucci
- 20 ago 2017
- 2 Min. de lectura

El ser humano se enamora del arte. Yo, entre tantas otras creaciones, me enamoré de esta obra de Damián Szifron. No soy la única, de hecho por esa razón encuentro innecesario explicar el por qué. Una serie repetida por Telefé hasta el hartazgo, pero que cada capítulo sorprende y entusiasma como la primera vez.
Para mí es un descubrimiento algo reciente, cuando se estrenó en la televisión yo no había dejado el chupete. Pero se me hace muy cercana y familiar a pesar del tiempo pasado. Tal vez sea que Los Simuladores viven la misma Argentina que todos, mostrando esa mística porteña. Apenas escuchando la intro, una composición de Piazzolla interpretada por Gotan Project, me siento como en casa.
En mi modesta y quizás errada opinión, Los Simuladores es la mejor serie de culto nacional. Hecha con un presupuesto ajustado, efecto del corralito y la decadencia post convertibilidad, sin efectos especiales y con errores de producción. Pero contrarrestada por un guión y actuaciones excelentes, los diálogos ingeniosos y una química genuina entre D’Elía, Fiore, Seefeld y Peretti. Historias tan mágicas como cercanas y populares, conflictos cotidianos. Historias contadas con nuestro lenguaje, nuestra forma de hablar todos los días (Véase el recordado “Tiene cara de boludo, pero así como lo ven se clava cinco pajas por día” en el capítulo Los Implacables). Nos hace pensar que estos eventos podrían ocurrir cerca nuestro, hasta encontrarnos diciendo lo bien que nos vendrían estos tipos para resolvernos un problema. El humor, la viveza criolla y papeles de lo más creativos, sumando cierta crítica a la realidad del país (por ejemplo, el monólogo de Mario Santos sobre “Los ‘90, la nueva década infame”), da como resultado esta obra maestra.
Solo Szifron es capaz de lograr algo tan versátil y maravilloso, y solo con dos temporadas. Una serie de culto al alcance de todos, con muchísima popularidad y que no envejece. Una ficción tan semejante con la realidad, pero que no por eso pierde el encanto. De culto, por empatía más que por realización, pero una obra que siempre nos sacará una sonrisa (e incluso un par de lágrimas).
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